Somos lo que comemos
En 1850, Ludwig Feuerbach, filósofo y antropólogo alemán, escribió “Somos lo que comemos”. Esta famosa cita está incluida en «Enseñanza de la alimentación» y, últimamente, se ha hecho muy popular con referencias a ella en todos los tratados, libros o artículos sobre la salud física o alimentación de las personas. Esto se debe a que vivimos en una época en la que el culto al físico influye también en la preocupación por “lo que comemos”.
Pero, aunque es indiscutible la importancia de la salud física, no es menos cierto que el ser humano tiene otras dimensiones ignoradas por Feuerbach. Por tanto, hay otros “tipos de salud” que no son menos importantes y, a lo mejor, estamos olvidando.
No solo somos lo que comemos, también somos lo que percibimos con todos los sentidos. Somos lo que vemos, lo que oímos, lo que olemos… No es lo mismo una persona que haya crecido en un entorno donde observa violencia, que una persona que ve armonía a su alrededor. Ni es la misma persona una que está acostumbrada a oír palabras soeces y vulgares, que otra que habitualmente oye un vocabulario educado y respetuoso. La primera, casi con toda seguridad, acabará hablando de forma soez y vulgar. Incluso nuestro olfato nos influye, ¡cuántas veces hemos experimentado un recuerdo o una emoción al asociar un olor a una experiencia pasada que no nos dejó indiferentes! Todo ello va alimentando nuestra forma de entender el mundo y condiciona nuestra forma de actuar día a día. En el fondo, van fraguando nuestra personalidad.
No solo somos lo que comemos, también somos lo que introducimos en nuestra mente. Se ha dicho que la mente es como una esponja que lo absorbe todo, por tanto, debemos tener cuidado con cómo la alimentamos. Si le damos alimentos sanos (bondad, honestidad, elegancia, belleza, generosidad, cortesía, respeto, …) seremos un tipo de persona. En cambio, si le damos alimentos tóxicos (violencia, egoísmo, agresividad, falta de respeto, soberbia, pereza, …) seremos otra. Además, influirá la capacidad de raciocinio de cada cual.
No solo somos lo que comemos, también somos fruto de las emociones que experimenta nuestro corazón (Aristóteles concebía al corazón como el órgano rector de nuestras sensaciones y emociones). Las personas que han podido sentir el amor, la amistad, la comprensión, la esperanza o la alegría, serán muy diferentes a las que en su vida ha prevalecido el miedo, la angustia, el dolor, la indiferencia, la soledad o la tristeza. Los surcos que dejan las emociones son determinantes.
No solo somos lo que comemos, también somos el fruto de cómo cuidamos nuestra alma. Así, si alimentamos nuestra alma con silencio, fe, oración, perdón, paz o servicio a los demás, seremos diferentes a una persona que nutre su alma de tormentos, oscuridad, sometimiento, estrés, desorientación, mentiras, o falta de esperanza.
En resumen, debemos estar atentos a todo lo que acontece a nuestro alrededor, porque la influencia de todos esos factores va a condicionar nuestra forma de SER. Ello nos condicionará para estar más cerca o más lejos de nuestra felicidad y la de los que nos rodean.
La calidad de vida no solo depende de lo que almorzamos o cenamos, sino de muchos otros factores que, a veces, tendemos a pensar que nos vienen dados. En algunas ocasiones puede que sea así, pero en otras muchas son el fruto de nuestras decisiones. Deberíamos todos utilizar nuestra libertad para modelarnos como personas felices y no dejar esa labor en manos del ruido que fluye continuamente a nuestro alrededor, que también modela y condiciona nuestra forma de vivir la vida.