Aquella habitación
Aquel día era uno más de los muchos que habían pasado desde que comenzó la contienda. Mi país, Inglaterra, estaba librando un gran esfuerzo bélico contra la amenaza de la Alemania nazi. Estábamos solos.
Estábamos al inicio de la II Guerra Mundial. Eran unos días muy duros, recluido en mi pequeña habitación, como muchos de mis compañeros que cursábamos los últimos años de mi carrera como médico. Siempre soñé en salvar vidas, en llevar la esperanza a muchos enfermos que podría curar a lo largo de mi vida. No era casual que el destino me hubiera presentado a un amigo de mi padre, un experto en microbiología, que me desató un verdadero interés por los misterios de la naturaleza. No sé cómo deciros que aquellas mañanas largas en mi pequeño cuarto en el college inglés, se convirtieron en unos de los momentos más bonitos de mi corta juventud. No era uno de esas personas extrovertidas que iba de fiesta en fiesta, o detrás de cualquier chica. La verdad, no me lo podía permitir, mis padres me habían dado una oportunidad para estudiar, y no podía desechar la oportunidad que me habían brindado en la vida, gracias a su esfuerzo y coraje.
Si la medicina era la pasión de mi vida, la lectura lo era aún más. Tuve la suerte de contar en el college con una amplia biblioteca, un amplio surtido que necesitaría toda una vida para poder disfrutarla. La selección vino gracias a la compañía del que después se convertiría en mi amigo, en mi compañero de fatigas que, como yo, quería convertirse en médico, en salvar vidas. La verdad, era un excéntrico, una de esas personas que no te dejan indiferente cuando pasan por tu vida. En realidad, era un soñador, pero en su mundo era feliz. Me enseñó a disfrutar las historias milenarias de las crónicas de la historia de Inglaterra, las hazañas del rey Arturo, el amor de Lanzarote del Lago. Me descubrió la existencia de aquel joven caballero español llamado Don Quijote que cruzó las tierras castellanas con su amigo Sancho. Nunca había oído nombrar aquellos lugares mágicos de los molinos, que aquel muchacho extrovertido me lo enseñaba como, si de verdad, estuviéramos recorriendo las tierras pedregosas y sombrías de la Mancha. Cuántas tardes recorrí con él aquellos pasajes imaginarios, aquellos mundos que me ayudaron a sobrellevar las penalidades de la guerra. Con gran interés, en los momentos de sosiego, me podía llevar a mi pequeño habitáculo aquel tesoro que mi amigo me escogía. La lectura se había convertido de esa manera en la verdadera riqueza de mi vida, en mi verdadera esencia.
Recuerdo que en aquellas noches en la que, a lo lejos, se veían las grandes humaredas provocadas por las bombas que caían continuamente desde el cielo de la aviación alemana, la lectura de aquellos libros me provocaba ensoñaciones y sueños que me ayudaban a alejarme del peligro real. Aunque era consciente de que podía morir, los libros se convirtieron en mi verdadero sostén de mi vida. A aquel muchacho que quería ser médico le fue despertando una pasión por la lectura que realmente se había convertido en su verdadero sueño. Una de esos días que permanecíamos encerrados en nuestras habitaciones, a la espera de que nos desalojaran por los peligros de los bombardeos, sentí las ganas de expresar lo que sentía, lo que pensaba. Ya mi propio amigo me había incitado que cualquier objeto que sirviera para escribir desataba la misma pasión que pintar o esculpir. Una pluma podía crear, soñar, hacer la vida más feliz al que lo leyese. Una pluma podía salvar vidas. La lectura de tus textos podría llenar espacios a aquellas personas que no tenían en este momento oportunidad de concebir la vida como un maravilloso don. Y recuerdo, como en una de tantas ocasiones que estuvimos recluidos en nuestras habitaciones, vi aquel viejo papel arrugado, en blanco, que iba a ser tirado en la papelera, al lado de un pequeño lápiz que por cierto días antes mi amigo me había regalado. Cogí aquel papel, y con aquel lápiz comencé a rellenarlo de ideas, de emociones, de experiencias, de horizontes, de recuerdos, de aquello que en sí mismo me llenaba mi mente. Escribir, expresar por impulsos emotivos, todo aquello que la mente quería relatar. Y escribí aquel día, sigo recordándolo, la experiencia de estar en aquel pequeño tablero que hacía como de mesa, la sensación que produce estar encerrado en una habitación con una sola ventana, desde la que solo puedes contemplar el patio del college y una sola línea de luz del rayo solar. Y escribí aquel día cómo sentía no poder ver a mis padres, cómo quería contarle que había nacido en mí una pasión que iba más allá de salvar cuerpos, que iba más allá de concebir nuestra estructura corporal. Y escribí aquel día que necesitaba sacar de mi interior todas mis dudas sobre la existencia, sobre aquello que llevaba dentro y que nunca se lo había contado a nadie. Y escribí aquel día que nunca la esperanza se podía perder, que aunque te vieras abocado al precipicio, un pequeño papel y la combinación de unas letras podía salvarte. Y escribí aquel día aquel sufrimiento interior, que iba más allá de los propios bombardeos, que nunca se lo conté a nadie; aquel amor perdido que, aunque nunca me correspondió, deje atrás en el pueblo de mi infancia. Y escribí, escribí hasta saciarme.
Aquel día fue mágico para mí. Como todas las penalidades de la vida, todo toca a su fin. Aquella habitación, aquel micromundo en la que estuve recluido días y noches, conquistó el resto de mi vida. Mi carrera de médico, había quedado truncada. Sabía que desde este momento, mi pasión seria expresar con letras mis propias pasiones y sentimientos. Por cierto, mi amigo desapareció de mi vida. Nunca revelaré su nombre. A lo mejor nunca existió, a lo mejor era uno de esos personajes que había conocido en aquella biblioteca de aquel college inglés. A lo mejor fue el que enseñó a descubrir que los espacios no son habitáculos físicos, sino mundos interiores. Y esos, son infinitos.