Jóvenes
En 1905, el poeta nicaragüense y máximo exponente del modernismo hispano, Rubén Darío, escribió el poema Canción de Otoño en Primavera, que recoge la célebre expresión: “Juventud, divino tesoro ¡Ya te vas para no volver!”. Pues sí, la juventud no es eterna, se puede alargar, como la vida, pero tiene un límite. Muchos son los adjetivos que en la actualidad describen a los jóvenes como la Generación X, la generación narcisista, la generación consumista -por convicción o por vocación- que afecta a su modo de pensar o de pensarse. Quizás lo más novedoso sea definirla como la generación selfie, de nativos digitales, que provoca un cambio de comportamiento radical y los introduce en un mundo virtual donde los avances en Inteligencia Artificial marcan el ritmo de las emociones y el camino a recorrer.
Muchos piensan, como en otras épocas, que estamos ante una generación que ha perdido la capacidad para sorprenderse, con dificultad para encontrarse a sí misma. Todo es temporal, aquí y ahora. Una generación que está sostenida por una cultura débil y con una débil identidad en medio de una sociedad líquida, Bauman dixit. Pero no debemos olvidar que ya Sócrates, que murió en el 399 a.C., mantenía que en su época “la juventud es mal educada, desprecia la autoridad, no respeta a sus mayores”, ya vemos nada nuevo bajo el sol.
Sin embargo, el alejamiento juvenil de las actuales estructuras sociales está en relación directa con las propias estructuras, con sus lenguajes, descarnados y abstractos. Pensemos, por ejemplo, en la política y en la religión: en nuestra vieja Europa cada vez cuentan con más desafecto entre la juventud, solo en España el 55% de los jóvenes entre 16 y 29 años no confiesan ninguna religión. Estos tienen otras prioridades que no conectan con sus intereses vitales. Una excepción a lo dicho, en nuestro entorno más inmediato, son las tradiciones culturales religiosas. No tenemos un remedio eficaz para salvar esta situación, pero seguro que si nuestras instituciones y sus miembros fuéramos más coherentes entre lo que presentamos públicamente y lo que vivimos las cosas cambiarían. Sabemos que necesitamos crear una nueva cultura en nuestras instituciones, que deben estar más centradas en lo que hacen que en lo que dicen, porque somos lo que hacemos. Pero tenemos motivos para la esperanza, con ciertas condiciones, superando el prejuicio de que los jóvenes no se comprometen, ayudándoles a que despierten, encuentren su vida y le den sentido. Para esto, las instituciones tienen que aprender a comunicarse, tienen que suscitar preguntas con sus actividades. Podríamos hablar de la comunicación del valor, desde nuestras propias experiencias, generando con ello un diálogo y sinergias que construyan nuevas relaciones. Potenciar actividades más humanas, dialogando con la cultura actual, tal cual se nos presenta.
Los jóvenes han de formarse intelectualmente, de lo contrario, van a comer lo que les sirvan. Esta es la cruda realidad. Aquí tenemos una tarea quienes nos dedicamos a la formación, a la educación. Sabemos que las pautas que nuestros padres conocieron se han roto, la primera juventud se alarga y los hitos de la madurez se posponen casi indefinidamente; y esto nos genera nuevas situaciones que tenemos que administrar sobre la marcha. Cuando se les pregunta a los jóvenes sobre su futuro, lo ven con esperanza, pero también con mucha preocupación, no saben si podrán o querrán tener una familia, tener hijos, un entorno laboral estable que le permita vivir dignamente, independientemente de su formación. Incluso los que hoy son jóvenes no saben si dentro 30 o 40 años, en el que se doblará el número actual de jubilados, podrán percibir una pensión digna, dada la velocidad que va a coger España en los próximos años por su tendencia hacia el envejecimiento, por su baja tasa de reposición. En fin, temor ante el presente, temor ante el futuro. Pero el futuro siempre abre nuevos horizontes, no nos dejemos robar la esperanza.